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II. Malestar y parálisis: diario de una inundación

  • Foto del escritor: Camila (Cadavid Cruz)
    Camila (Cadavid Cruz)
  • 27 feb 2023
  • 15 Min. de lectura

Actualizado: 26 jul 2023


El veintitrés de marzo de dos mil veinte empecé a tener síntomas de vértigo. Duraron hasta el diez de abril. Durante los diecisiete días que estuve paralizada, viendo el mundo girar a mi alrededor, intenté varias veces escribir sobre lo que estaba sintiendo, pero no pude mantener la mirada fija en ningún punto, ni la atención fija en ningún pensamiento, hasta el decimosegundo día. Cuando finalmente pude, esto fue lo que escribí:



¿Cómo estar?

No se puede estar sin un cuerpo.

No se puede estar sin un espacio.

No puedo estar sin ser vista.

Estar es una imagen.


¿Cómo no estar?

No hay imagen sin un cuerpo.

No hay imagen sin espacio.

No se ve lo que no está.

No hay imagen sin estar.

¿Qué es no estar?

Un espacio sin cuerpo.

Un espacio sin imagen.

No estar es un espacio invisible.


¿Cómo estar mal?

Estar y no estar.

Ni estar ni no estar.

Estar mal es una imagen invisible.


¿Qué es el malestar?

El espacio del malestar es el interior del cuerpo.

El interior del cuerpo es un espacio invisible.

El malestar es una imagen invisible del espacio interior del cuerpo.


¿Qué es estar?

Una palabra.

A toda palabra le corresponde una imagen.

A toda imagen le corresponde un espacio.

A todo espacio le corresponde un cuerpo.

Estar es un sonido.

¿Qué es no estar?

No estar es desdecir una palabra.

Imagen sin palabra.

Espacio sin imagen.

Espacio sin cuerpo.

No estar es un eco.

¿Qué es el malestar?

Dos palabras juntas que no dicen nada.

El malestar es un silencio interior.




Hoy, veintitrés de septiembre del dos mil veintiuno, un año y medio después, lo recuerdo así:


Me despierto con la cara hinchada, con dolor de cabeza leve y la nariz tapada. Pienso que el malestar y el cansancio son por haber llorado la noche anterior. Siento una presión ligera en el oído derecho y, sin levantarme, me tapo la nariz y soplo hacia adentro, para destaparme el oído. No funciona. Me levanto a buscar papel higiénico para sonarme y el suelo debajo de mí se mueve hacia un lado y me tumba de vuelta a la cama. El mareo fuerte me asusta. Me quedo recostada un rato y miro hacia el techo. Sigo intentando destaparme el oído. Empiezo a oír un pito muy suave en el oído derecho. En ese momento, no sabía que el pito no dejaría de sonar en los diecisiete días siguientes. Cada cierto tiempo me tapaba el oído izquierdo para intentar calcular cuánto estaba oyendo por él. Cada día que pasaba, oía menos. Cuando me tapaba el oído izquierdo, me sumergía dentro de mí misma. De lo que al principio fue un silencio intenso, en el que se colaban muy suavemente los sonidos exteriores, acompañado de un pito constante que cambiaba de tono y de volumen, empezaron a emerger los sonidos interiores. Me oí la respiración, oí los pálpitos inconstantes de mi corazón herido, oí los fluidos que me recorrían los canales invisibles del cuerpo.


Durante diecisiete días estuve medio presente.

Tenía un oído afuera

y el otro adentro.

Vi el mundo al revés.

La comunicación con otros se complica cuando un oído se te atrofia. Los oyes lejos, no entiendes lo que dicen y pides que hablen más duro, y que se repitan una y otra vez. Se cansan —los cansas— de repetir, y te cansas de intentar entender. Te rindes y prefieres el silencio de los sonidos interiores. Te aturdes. Te aíslas. Te ensimismas. Te angustias. El vértigo empeora. El pitido aumenta. Intentas dormir. No puedes. Lloras. Te agotas. Duermes. Sueñas.

Veintisiete de marzo de dos mil veinte


Me despierta el pitido. La luz que entra por la ventana es rojiza y tenue. No sé si está anocheciendo o amaneciendo. Ya no siento la presión en el oído, no está tapado, tampoco estoy congestionada por haber llorado la noche anterior. No siento el malestar, pero el pitido sigue. El silencio interior ahora viene de afuera. Me levanto lentamente para no sentir el mareo. Me siento bien, el mundo parece estable. El pitido sigue sonando pero es distinto, tiene un tono vibrante, bajo y constante. Parece un zumbido, no un pitido. Pienso que puede ser un panal de abejas que lleva varios días en mi casa, pero que no había oído porque estaba medio sorda. Quiero saber de dónde viene. Entonces me preparo para ir a buscarlo, porque no quiero que se me llene la casa de abejas. Apunto el oído a cada cuarto, a cada esquina; abro las ventanas y miro detrás de todos los muebles. No hay nada. A veces se oye cerca y otras se oye lejos.

El volumen aumenta en la cocina, y después de ponerla patas arriba buscando —pienso que quedé afectada por el vértigo y ahora soy yo la que camina de cabeza y no el mundo el que dio la vuelta—, decido abrir la puerta que da al jardín para buscar el panal.

Salgo por la puerta de atrás, y el zumbido se oye muy cerca. Viene de la copa de un árbol alto en la esquina del jardín. A medida que me acerco, empiezo a distinguir algunas palabras que salen del zumbido. Son muchas voces, pero no alcanzo a oír todo lo que están diciendo. Intento trepar al árbol, pero las pantuflas hacen que los pies se me resbalen y que no pueda subir. Me las quito y vuelvo a intentar. Los pies se me aferran al árbol, como si fueran manos, con una fuerza que no parece mía, y entonces trepo con facilidad.

La copa del árbol está llena de manzanas de diferentes tamaños. Son ellas las que hablan. Todas al tiempo. No logro entender lo que dicen, así que acerco el oído izquierdo a una de ellas, pero no oigo nada. Cambio de oído, y por el derecho —ensordecido hasta esta mañana— alcanzo a oír que son voces femeninas que cuentan pedazos de historias. Arranco dos manzanas para ponerlas juntas y veo que los fragmentos forman una historia. De donde las había arrancado, nacen dos manzanas nuevas que dicen cosas distintas; son infinitas. Selecciono algunas al azar y las guardo en los bolsillos de la piyama. Me bajo del árbol y las pongo en el pasto para organizarlas en coros. Se forman historias que no han pasado. Subo al árbol por más, y ya llegando a la copa, se me resbalan las manos y me deslizo hasta el suelo. Me despierto en la cama. El pitido y la sordera siguen ahí.


Los días que siguieron fueron de mucha angustia. Ya habían pasado cuatro días, y no sabía qué me estaba pasando. Los días anteriores notaba que los síntomas empeoraban y aparecían otros —la migraña, la fatiga y el frío— cuando pensaba mucho en el malestar y en cuánto quería que se acabara. No podía pensar, no podía escribir, no podía hablar, no podía oír, no podía mantenerme en pie. El malestar fue un estado total de impotencia. Me sentí como me imagino que se sintió Tarkovsky ante la catástrofe que no podía detener. O como Barba ante el fuego que no podía encender. O como Montaigne ante la muerte y el olvido. Lo que queda de la impotencia ante el fuego —de no poder detenerlo ni encenderlo— es un frío insoportable. Esos diecisiete días también fueron los primeros diecisiete días de cuarentena en Bogotá.



No podía dejar de pensar en el sueño de las manzanas hablantes. “¿Y si el pito son voces interiores que no puedo distinguir?”, pensaba. “¿Qué me quieren decir?”. Era yo misma la torre de Babel sin lengua común, sin objetivo común, sin nombre. ¿Era este mi castigo por haber sido soberbia? ¿Era este mi castigo por no haber sabido oír? No podía dejar de pensar que yo misma me había colgado de cabeza y que yo misma me podía descolgar, pero no quería. Me costaba mucho aceptar que estaba disfrutando este castigo. Que estar en el mundo al revés, atravesada por la corriente helada de la parálisis voluntaria, era preferible a sentir el dolor del corazón. El único momento de sosiego me lo daban las largas duchas de agua caliente que tomaba hasta tres veces al día. El alivio era tal que, durante los minutos que duraba el baño, lograba olvidarme del malestar e incluso pensar en las cosas exteriores.

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Tercer signo del apocalipsis: Se juntan los peces y los monstruos marinos. Bodleian Douce 134, S. XVI.


Treinta de marzo de dos mil veinte

Después de un día largo de aturdimiento y fatiga, la mujer toma un baño a las seis de

la tarde, pero cree que son las seis de la mañana. Cuando se le cerraba el apetito, el

tiempo se descolocaba. El malestar también era estar mal ubicada en el flujo habitual del tiempo. En el tiempo al revés, la mujer se bañaba cuando anochecía y empezaba a soñar cuando salía el sol. El tiempo corría hacia atrás mientras ella seguía avanzando.


Abre la ducha, y apenas entra en contacto con el agua caliente, siente cómo llega el bienestar.


Tras el bienestar llega también la anticipación del malestar: el frío del final del baño y el zumbido del silencio interior que vuelve con él.


La sordera del vértigo se sienten como estar sumergida en agua.



Cuando mete la cabeza bajo el chorro, el zumbido se camufla con el agua que le golpea el cráneo. El eco de las gotas le retumba por dentro.


… el agua todo lo va mezclando.



… el corazón se va llenando.



… la figura se va diluyendo.

Por fin su tiempo interior coincide con el tiempo del mundo.



El tiempo se rebobina y el mundo implosiona hasta volverse una única gota de agua.



“Corren hacia atrás,

fluyen hacia sus fuentes

los ríos sagrados.

La justicia y el mundo

vuelven a estar revueltos

Entre los varones imperan los engaños,

y la fe en los dioses ya no es firme.

Pero mi fama dará un giro

y recuperará mi vida su nobleza.

“Corren hacia atrás,

fluyen hacia sus fuentes

los ríos sagrados.

La justicia y el mundo

vuelven a estar revueltos

Entre los varones imperan los engaños,

y la fe en los dioses ya no es firme.

Pero mi fama dará un giro

y recuperará mi vida su nobleza."


— Eurípides, Medea.


La mujer, al verse sumergida en las aguas interiores, oyó el canto de las sirenas, que la condujo a una meditación profunda. Tras haber cerrado los ojos de la percepción, se le abrieron los ojos interiores —que en realidad son los oídos, porque donde estaba la luz todavía no había roto la oscuridad de los cielos—. Oyó que en el principio, antes de que fueran creadas las lumbreras para distinguir el día de la noche, y antes de que hubiera una expansión en medio de las aguas, no había tampoco palabras ni figuras. Cuando toda la faz de la tierra estaba cubierta por el agua, solo había sonidos indistintos que retumbaban de un lado del mundo al otro.

La mujer bajo el agua supo que todavía no había sido creada. Supo también que no estaba sola, porque oyó graznidos, ladridos, rugidos, cantos, aullidos, relinchos, gruñidos y chirridos de los animales y las bestias, que no habían sido creados tampoco. Todos los sonidos estaban mezclados en un mismo zumbido insoportable y doloroso para los oídos interiores. Entre las voces de los animales, se coló un rayo de luz que la envolvió en las tinieblas y, susurrándole al oído izquierdo, le dijo: “Mete tu casa en el espacio”.

Y entonces ella y todos los animales y todas las bestias abrieron los ojos de la percepción por primera vez y se vieron distintos los unos de los otros. Vieron que la noche estaba debajo y las aguas encima, y que la luz del llamado cubría la faz de toda la tierra, y que venía de la señora del cielo nocturno, que había sido creada la noche anterior. Todos quedaron hipnotizados con la luz que hablaba bajo el agua y que rompía el abismo en dos.

De la grieta que dividía el mundo y su reflejo, brotó la voz nítida de la señora del cielo nocturno, que decía: “De todo animal y bestia elegirás siete parejas, su imagen y su reflejo. De las aves de los cielos, de los mamíferos de la tierra y de los reptiles del fuego, tomarás su imagen y su reflejo para conservar vivas todas las especies, porque yo haré llover sobre la tierra cuarenta días y cuarenta noches. Llenaré de agua todos los espacios de la tierra y dejaré sin aire a toda carne en la que hay espíritu de vida”.

La señora del cielo sopló y formó un espacio bajo el agua para que la mujer pudiera completar su tarea. Entonces la mujer hizo como mandó la voz celestial: cruzó nadando la grieta que se adentraba entre las aguas y que separaba el mundo de su reflejo, y distinguiendo unos sonidos de otros, tomó el reflejo de cada animal, y de cada bestia, y lo juntó con su imagen. Así, entre un mundo y otro, fue formando las parejas para meterlas una a una en el único espacio que quedaría vacío después de la inundación.




La mujer y su reflejo aceptaron el llamado de la señora del cielo nocturno y se dejaron flotar, junto a las otras criaturas en las que había espíritu de vida, en medio del espacio vacío, y esperaron a que pasara el diluvio. Y sucedió que ese mismo día en que las aguas del diluvio vinieron sobre la tierra, en el año veinticinco de la vida de la mujer, en el tercer mes, a los treinta días del mes, fueron rotas las fuentes del gran abismo y las cataratas de los cielos fueron abiertas (Reina-Valera, 1960, Génesis 7:11)




Treinta de septiembre de dos mil veinte


Corría el año mil doscientos ochenta y seis de la vida de Cristo cuando la monja cartuja francesa Margarita de Oignt salió de sí y desde fuera se vio envuelta en los gemidos de la muerte que la empujaron al abismo de la escritura. En el año cuarenta y seis de su vida escribió: “Creo que si ella no lo hubiera puesto por escrito, habría muerto o se habría vuelto loca, pues no había dormido ni comido en siete días y no había hecho nada para ponerse en aquel estado” (Margarita de Oignt citada por Cirlot, 2021, p.184). Margarita, la sierva de Cristo, estaba en misa cuando, en una alucinación auditiva, se le apareció la muerte. Este terror sonoro le revivió a Margarita el recuerdo del pecado original, y sintió tanto dolor ante la posibilidad de la condena eterna que se sumió inmediatamente en la meditación. Quiso orar todo lo que no cabe en la vida de ninguna mujer u hombre, y esperaba que de este modo se les concediera el perdón a ella y a toda la humanidad. Tanto meditó que olvidó comer y dormir, y se condujo así por el camino de la enfermedad —y del castigo— del que iba a poder retornar únicamente por medio de la escritura. La escritura era para Margarita de Oignt el acto necesario después de la meditación profunda que la ayudaba a aligerar el peso de la revelación y la angustia que supone la posible condena perpetua (Cf. Cirlot, 2020, p-156). De Oignt ve en la escritura el único alivio posible para el corazón, el receptáculo de los mensajes de Dios. La angustia que conlleva la revelación de la muerte en el caso de Margarita de Oignt no es distinta de la que motiva la escritura de Montaigne. Ella también acepta con temor la inconstancia del estado anímico que observa en ella y en los otros, y teme olvidar las palabras que puso Dios en su corazón. Encontró en la escritura un medio para recordarse a sí misma y ser recordada —aunque después niegue, como Montaigne, que escribe por vanidad—.


Pensé que el corazón del hombre y de la mujer es tan voluble que con dificultad puede permanecer en un mismo estado, y por esto ponía por escrito las meditaciones que Dios ordenara en mi corazón, para no perderlas cuando se alejaran de mi corazón, de modo que pudiera pensar sobre ellas una y otra vez cuando Dios me diera su gracia.

(Margarita de Oignt citada en Cirlot, 2021, p.156-157)



Cuando Margarita de Oignt escribe en la primera persona plural, habla la mujer que intenta explicar —o excusar— el porqué de su escritura. En cambio, cuando escribe su visión celestial, lo hace en tercera persona: habla la mujer que, en vez de explicar, simplemente ve y escribe. Habla como si se hubiera desdoblado y se hubiera visto desde fuera, como si, solo ante el abismo de la locura, le surgiera la necesidad de escribir. La imagen que se reveló ante ella le produjo un dolor y un terror insoportables, como la catástrofe ante la que los seres humanos saltan de la torre, que son ellos mismos. Al estar al borde de la locura, que es no reconocerse a una misma —haber perdido el lenguaje común—, Margarita de Oignt, como los autores que cité antes, busca recordarse —restituirse— en la escritura. Esa restitución es un alivio para su corazón angustiado, que está confundido, al revés, que busca curarse por medio de la meditación, pero se termina castigando —pues olvida comer y dormir—, y se hunde más en la enfermedad.

Primer signo del apocalipsis: El mar se eleva sobre los picos de las montañas. Bodleian Douce 134, S. XVI.



Diez de abril de dos mil veintiuno

No puedo asegurar que haber visto y oído una revelación, que le mostró un vacío profundo del corazón, y no poder ordenarla en las palabras, es lo que enfermó a Margarita de Oignt, pero cada vez me convenzo más de que eso es lo que ese veintitrés de marzo me enfermó a mí, y aún continúa enfermándome. Ordenar el zumbido de las manzanas hablantes en coros y distinguir la imagen del mundo de su reflejo son las tareas que me han obligado a salir de la parálisis —y del autocastigo— para buscar la cura en la escritura. La escritura permite recuperar el juicio, es decir, la capacidad de discernir, que, como en el Génesis, consiste en reconocer el espacio entre una cosa y otra.

El camino de la cura mediante la escritura y el habla ha sido para mí la esperanza de entender qué es lo que quiero decir, y qué no puedo decir, para evitar que se exprese como malestar físico. Sigmund Freud, que como Margarita de Oignt también creía en que ordenar la confusión anímica en las palabras alivia el corazón angustiado, dedicó gran parte de su libido a investigar y escribir sobre lo que llamó “síntomas de conversión”: la vía de salida del contenido inconsciente reprimido —e imposible de comunicar para el enfermo debido a que le produce gran vergüenza o culpa— mediante la formación de síntomas fisiológicos. Este proceso de conversión de malestar puramente psíquico a malestar fisiológico es lo que caracteriza lo que, en la teoría psicoanalítica, se conoce como la neurosis histérica. En el famoso caso de Dora, una paciente que padecía lo que llamó una “pequeña histeria”, Freud alude a una condición patológica que, según lo que había observado en otros análisis, era común a las mujeres adultas de la época:


A menudo, los motivos para enfermar empiezan a obrar ya en la infancia. La niña hambrienta de amor que de mala gana comparte con sus hermanos la ternura de los padres observa que este vuelve a afluirle si ella enferma y causa inquietud a los padres. Cuando la niña se ha hecho mujer, y en total contradicción con los reclamos de su infancia, se ha casado con un hombre desconsiderado, que sofoca su voluntad, explota sin contemplaciones su capacidad de trabajo y no le brinda ternura ni le da dinero, la única arma que le queda para afirmarse en la vida es la enfermedad.

(Freud, 2016, p.83)


En el caso de Margarita de Oignt veo en la enfermedad un llamado al hombre amado, que es a la vez su padre y su amante: Cristo. Cuando ella se ve envuelta en los gemidos de la muerte, siente un vacío insoportable, muy parecido al desamor: “Y en esta meditación concebí tanto dolor que me pareció que el corazón me fallaba completamente, debido a que no sabía si sería digna o no de la salvación” (Margarita de Oignt citada en Cirlot, 2021, p.155). Ante la angustia de la soledad y la falta de amor, Margarita de Oignt se pone inmediatamente a meditar, y olvida comer y dormir, lo que la termina enfermando, precisamente como les pasaba a los hombres y a las mujeres ante quienes aparecía Cristo para curarlos con su amor incondicional.


Al escribir este capítulo, he corrido el riesgo de haber proyectado mi propia condición en la de Margarita de Oignt, con la urgencia de sentirme menos sola en mi angustia. Para ser más precisa conmigo misma y con ella, prosigo con una confesión: los síntomas del vértigo me aparecieron justo al día siguiente de lo que se sintió como el abandono de mi ser amado, con lo que reviví el recuerdo del rechazo del segundo ser amado en mi vida después de mi madre: mi padre. Hoy, después de año y medio de terapia psicoanalítica continua, entiendo que el vértigo, y en general la enfermedad, ha sido la forma de reclamar el amor que de otra forma no soy capaz de pedir, ya sea porque —como Margarita de Oignt— no me siento digna de él, o porque me avergüenza y me da culpa necesitarlo. Sabrá Dios qué fuerzas interiores me motivan a escribirlo, no solo para mí, sino para que otros lo lean. Podría decir que tampoco busco el favor del mundo, ni reconocimiento, pero ya proyecté ese engaño en la escritura de Michel de Montaigne, y prefiero exponerme como mujer hambrienta de amor que como mentirosa.


Así como yo misma fallé en describir mi propio patetismo durante el vértigo, que todavía me produce gran vergüenza —tanta que ni siquiera pude lograr mostrarlo por la vía de la tercera persona singular—, y como quiero dejar de castigarme por no encontrar las palabras adecuadas para mostrarlo y aceptarlo ante mí misma, me sirvo, por ahora, de las palabras precisas de Margarita de Oignt, que sin culpa y con orgullo es capaz de mostrarse sedienta de amor: “Y después de considerar la gran dulzura y misericordia que hay en él, me eché completamente extendida delante de su precioso cuerpo llena de gran dolor, y le pedí y rogué humildemente que me diera lo que me era necesario” (Margarita de Oignt citada en Cirlot, 2021, 155).


Octavo signo del apocalipsis: Los animales y los humanos se acuestan en el suelo porque la tierra tiembla. Bodleian Douce 134, S. XVI.


Después del alivio que me dio el agua al llenarme el vacío del corazón durante el vértigo, vino un alivio mucho más duradero, a raíz de una transformación profunda del corazón, que se desencadenó por la visión del arca: se despertó en mí una curiosidad y una compasión grandísima por los animales. Fue tan ensordecedora la imagen de los animales, que me acompañaban en el vacío antes de la creación, que acepté lo que no había querido ver por necedad y soberbia: que eran criaturas con oídos, ojos, corazón y alma, como yo, capaces de desear, temer y amar.


Quise entonces compartir el mundo con ellos y dejar de verlos como comida. Entendí también que comérmelos era hacerme daño a mí misma, pues para hacerlo debía permanecer ciega y con el corazón enfermo. Nunca más volví a comerme uno.

Pero como el alivio no es para siempre, y como tengo el autocastigo tan amañado en el corazón, un par de semanas después volvió el malestar, esta vez con una serie de síntomas que habían aparecido y desaparecido a lo largo de mi vida desde que era niña, todos asociados a la boca, que es la vía que conecta el mundo con el corazón, la vía por la que se recibe el amor que falta: los síntomas eran tos nerviosa, pérdida del apetito y náuseas. Otra vez estaba rechazando el mundo, otra vez se me estaba cerrando el corazón. Los síntomas continúan y, mientras tanto, el deseo inconsciente seguirá buscando la manera de satisfacerse por medio de la enfermedad o, en el caso de Margarita —y en el mio—, aliviándose por medio de la venida del amado en la meditación o en la vida consciente. Hoy escribo, hablo y hago obra para superar el silencio y el hambre: la condena autoimpuesta a la pobreza, al rechazo y a la ceguera perpetua, que es no querer recibir nada del mundo, quedarme huérfana de padre y de amado para siempre.



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