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I. Crisis y revelación del desorden masculino: ensayo sobre la piromancia

  • Foto del escritor: Camila (Cadavid Cruz)
    Camila (Cadavid Cruz)
  • 16 ene 2023
  • 15 Min. de lectura



1. El acto fallido de Tarkovsky


Carta III de bastos, baraja Waite-Smith (1902)

En la escena final de Sacrificio (1986), la última película de Andréi Tarkovsky, Alexander, el protagonista, tiene que quemar su casa como sacrificio final para restaurar el orden universal. Alexander sabe que para volver al amor maternal, al bienestar del seno materno, representado en la fijación sexual que tiene por su nana —que también es una bruja—, debe sacrificar su obra y su descendencia. Este propósito lo impulsa a encender el gran fuego final que consume la casa. El viaje regresivo de Alexander al bienestar primordial intrauterino le exige cerrar para siempre la posibilidad de superar la fantasía edípica quemando la casa paterna, su casa. El viaje de regreso al orden que narra Sacrificio es el retorno al orden simbólico, al de la unión original con la madre. Lo que me interesa

de la película no solamente es el viaje psicológico del personaje de un desorden al órden simbólico de la madre , sino la famosa anécdota del rodaje de la última escena. Esta anécdota está bien narrada en la película de Chris Marker sobre la vida y la obra de Tarkovsky, Un día en la vida de Andréi Arsénevitch.


Por tratarse de un incendio real, la escena debía rodarse en una sola toma. En el momento de rodar, un error en la cámara impidió que se pudiera registrar la puesta en escena del fuego real. Ante la imposibilidad de grabar y de detener el incendio, Tarkovsky no pudo hacer otra cosa que contemplar las llamas que consumían la casa en vano. Este acto fallido muestra la magnitud de la obra masculina y de su inconsciencia: un incendio deliberado convertido en catástrofe. La inmediatez de la chispa, la velocidad, y la vida de la quema, se convierten en la espera contemplativa, el tiempo de la mirada y la aceptación.


Tarkovsky, Fotograma de Sacrificio (1986)


Parece paradójico que la intención de la película, y en general la teoría cinematográfica del realizador, sea mostrar una temporalidad propia de la imagen, de lo sagrado, y que esa intención se manifieste, no en una imagen final para mostrar, sino en el accidente que imposibilita el registro. El acontecimiento escapa constantemente a la obsesión de su observador de capturarlo para siempre. Tarkovsky quedó paralizado frente al objeto de su fijación, el gran fuego final que él mismo encendió, que aún así, obedeciendo a su natural curso, escapó al control de su artífice.


El acontecimiento solo se revela por medio de una obra cuando esta escapa de su autor. Solo así logra el hombre ver el fuego con el que arde la verdad del mundo, y solo hablando y escribiendo el testimonio de esa huída logra que otro sepa de esa revelación. El rodaje de la última escena de la última película de Tarkovsky fue un acto fallido. Tal vez, igual que el protagonista de su película, Tarkovsky quiso quemar su obra sin poder mostrarla.

Tarkovsky en el set de Sacrificio, 1986



2. La impotencia de Eugenio Barba


Carta As de bastos, baraja Waite-Smith (1902)

El dramaturgo italiano Eugenio Barba también habló del gran fuego con el que acaban las buenas obras de teatro. Como Tarkovsky, aunque más conscientemente, Barba insiste en que solo un fuego real —tan real que termina consumiendo la obra misma— puede mostrar su magnitud: “El incendio, sin embargo, no podía ser un artificio escénico. Debía ser un fuego de verdad y el susto también real. Por eso el espectáculo era irrealizable: no podía correr el riesgo de quemar el teatro y a las personas que estaban dentro. Para exorcizarlo, garabateé algunos apuntes” (Barba, 2010, p-13). Barba escribe porque no puede hacer. Solo en la escritura puede arder el fuego destructor: “Sé que jamás, ni siquiera metafóricamente, quemaré el Odin Tea­tret, mi casa y la de mis compañeros. Pero es como si me desdoblara. Una mano busca explorar su arquitectura. La otra, continuamente, trata de darle fuego” (Barba, 2010, p-13). Barba sabe que un fuego final no puede fingirse ni imitarse. La destrucción de su propia obra solo muestra su magnitud si, como le pasó a Tarkovsky, se hace por accidente, porque solo es real el fuego de la catástrofe, el que escapa el control del hombre. Solo es real el fuego que se domestica para construir obra y se libera mediante la destrucción. Solo es real el fuego que ilumina el deseo inconsciente que, en un principio, motiva a los hombres y a las mujeres a crear. Solo es real el fuego que ilumina las intenciones escondidas.

Eugenio Barba en el escenario de La vida crónica. Corporación de Radio y Televisión Española, 2021.


En esta ocasión, lo que me interesa de Barba no es su trabajo como dramaturgo, sino la imposibilidad que lo motiva a escribir. Barba “exorciza”(p-13) el impulso a destruir su obra mediante la escritura. Pienso que, si la naturaleza del teatro es imitar la vida para mostrarla, la escritura es el medio al que Barba recurre para hablar de los aspectos de la vida que no se pueden imitar. Me atrae la idea de que el fuego de la verdad solo puede arder en la palabra escrita, e incluso diría que ni siquiera la escritura le hace justicia a la naturaleza súbita y efímera de un fuego. Tal vez es la oralidad el único medio capaz de imitar el fuego con el que arde la verdad del mundo: así como la llama de una vela que prende otras, que transmite el fuego de vela en vela, y extiende el tiempo de vida de la primera chispa al infinito. El cabalista Gershom Scholem habla del carácter intransmisible de la verdad:

La Torá es el medio en el que se refleja el conocimiento: oscurecido, como corresponde a la esencia de la tradición «escrita», o sea, de la doctrina que no se puede aplicar; pues únicamente es aplicable cuando es «oral», o sea, transmisible tradicionalmente. El conocimiento es el rayo por el que la criatura intenta avanzar desde su medio a su fuente, aunque haya inevitablemente de quedarse en el medio [...]. Hay algo de infinito desconsuelo en la tesis de que el conocimiento supremo carece de objeto, como enseñan las primeras páginas del Zohar. Que el conocimiento es por naturaleza solo medio es lo que se desarrolla en la forma clásica de preguntas. El conocimiento es una pregunta fundada en Dios a la que no corresponde ninguna respuesta.
(Scholem, 2001, p-69)

Scholem habla sobre una verdad que solo puede estar contenida en la escritura, pero que al mismo tiempo está oscurecida, pues no puede accederse a ella directamente, y solo puede aplicarse, enseñarse y aprenderse cuando es leída. Scholem muestra la escritura como el único medio posible para el conocimiento místico, pues el conocimiento supremo, a diferencia de la ciencia, carece de objeto. El objeto de la mística es lo único en el mundo que solo es nombre: Dios. El retorno de la criatura a la fuente (al órden materno) en la mística judía consiste en conocer el nombre de Dios. Leyendo la descripción del camino místico de Scholem, pienso en el retorno al primer fuego de la creación, el fuego que Tarkovsky y Barba intentan imitar en sus obras pero no pueden porque son hombres, no mujeres. La creación artística, como el camino místico, es el intento de ver el fuego en el medio, el camino mismo, que es la obra que nunca acaba. Así habla Barba en el libro en el que finalmente revelaría su obra por medio de la escritura:

En este libro, los tiempos verbales estarán casi siempre en pasado. Para decir que lo hago, diré que lo hacía. Para decir lo que pienso, diré que lo pensaba. Es injusto y es necesario. Es evidente cuán injusto es. [...] Este modo mío de forzar los tiempos verbales anula el presente, resulta artificial y genera equívocos. Sobre todo, corre el riesgo de hacer creer que me distancio de mis compañeros. Pero siento este desplazamiento temporal como una obligación y una necesidad. No tomo distancia de mis actores, de mis espectadores o de mi propia vida. Tomo distancia de mis lectores. Yo estoy aquí, bien vivo [...]. Son mis impredecibles lectores los que no están. ¿No están más? ¿No están aún?
(Barba, 2010, p-14)

Barba escribe sobre el acontecimiento en tiempo pasado porque cree que solo distanciándose de los lectores puede mostrarlo. Escribir, para él, es una forma de restitución, aunque no de transmisión, porque Barba, como los místicos, sabe que la tradición teatral —el medio para conocer la verdad inimitable— es intransmisible y permanece oculta, y solo puede mostrarse de forma indirecta mediante la escritura dramática y el acontecimiento teatral. Solo la buena lectora, la buena espectadora y la buena escucha sabrá verla entre las sombras. Barba sabe que, solo en el distanciamiento que le permite la escritura, puede ver el acontecimiento que él mismo produjo:

No escribo para transmitir sino para restituir. Porque mucho me ha sido dado. He tenido maestros que no sabían ni querían ser mis maestros. La mayor parte de ellos habían muerto ya cuando llegué al mundo.
(Barba, 2010, p-14)

Entre líneas se lee que Barba quiere volverse un maestro como los que le han enseñado a él la tradición teatral. Es consciente también de que la escritura es la única forma de hacerlo, y yo lo convoco, mediante sus escritos, como uno de los ejemplos aquí citados, que serán el ejemplo de esa restitución de mí misma que buscaré por medio de una obra propia.

Cuarto signo del apocalipsis: las aguas en llamas. Bodleian Douce 134, S. XVI.



3. Las contradicciones de Michel de Montaigne


Carta V de bastos, baraja Waite-Smith (1902)




La repetición en la transmisión oral, como el combustible que aviva la llama del aprendizaje, aviva la llama de la destrucción. Ya en Génesis 11 está escrito que el fuego con el que el hombre forjó el primer ladrillo del órden patriarcal sería el mismo con el que incendiaría su propia creación. Y así vamos del desorden a uno peor: de polvo a fuego, de fuego a ladrillo, de ladrillo a fuego y de fuego a polvo, una y otra vez entre uno, otro y el mismo mal:





11.
1. Había entonces en toda la tierra una sola lengua y unas mismas palabras.
2. Y aconteció que cuando salieron de oriente, hallaron una llanura en la tierra de Sinar, y se establecieron allí.
3. Y se dijeron unos a otros: Vamos, hagamos ladrillo y cozámoslo con fuego. Y les sirvió el ladrillo en lugar de piedra, y el asfalto en lugar de mezcla.
4. Y dijeron: Vamos, edifiquémonos una ciudad y una torre, cuya cúspide llegue al cielo; y hagámonos un nombre, por si fuéremos esparcidos sobre la faz de toda la tierra.
5. Y descendió Jehová para ver la ciudad y la torre que edificaban los hijos de los hombres.
6. Y dijo Jehová: He aquí el pueblo es uno, y todos éstos tienen un solo lenguaje; y han comenzado la obra, y nada les hará desistir ahora de lo que han pensado hacer.
7. Ahora, pues, descendamos, y confundamos allí su lengua, para que ninguno entienda el habla de su compañero.
8. Así los esparció Jehová desde allí sobre la faz de toda la tierra, y dejaron de edificar la ciudad.
9. Por esto fue llamado el nombre de ella Babel, porque allí confundió Jehová el lenguaje de toda la tierra, y desde allí los esparció sobre la faz de toda la tierra.
(Reina-Valera, 1960, Génesis 11:2-9)

En esta traducción, el subjuntivo exhortativo en “edifiquémonos” puede leerse de dos maneras: como el llamado a construir una ciudad y una torre para vivir, o como el llamado a construirnos a nosotros mismos, en masculino, como humanidad sexualmente neutra. Me interesa esta ambigüedad porque indica que la construcción del sujeto es indisociable de la creación de su obra. Al construir obras, el hombre se hace a sí mismo, y para hacerse a sí mismo, debe hacerse con otros y hacer de las otras otros. La condición de posibilidad de esa construcción es una lengua común: la lengua materna.

En 1580, en el ensayo De la inconstancia de nuestras acciones, Michel de Montaigne sostuvo que lo común a los seres humanos es la inconstancia. Relaciono la premisa de este ensayo con la de la historia de la torre de Babel: lo que nos hace humanos, para él, es que no nos ponemos de acuerdo, no solo con los otros y otras, sino con nosotros y nosotras mismas, es decir, que somos incapaces de tener un deseo único y constante que motive nuestras acciones:

No somos más que seres fragmentarios de una contextura tan informe y diversa, que cada pieza de las que nos forman, y cada momento de nuestra vida, hacen un juego distinto, y se encuentran diferencias tan grandes entre nosotros y nosotros mismos, como la que existe entre nosotros y los demás hombres.
(Montaigne, 1580, p-290)

A lo largo del ensayo, Montaigne usa varias anécdotas para ejemplificar la inconstancia propia del carácter de los seres humanos. Entre los ejemplos, cuenta el caso de una mujer que se caracterizaba por ser alegre y amable, y que un día, en contra de lo que se sabía de ella, se lanzó de lo alto de una ventana para escapar del acoso de un pretendiente. La mujer no murió en la caída y, tal vez sintiéndose insatisfecha con su buena fortuna, se clavó un cuchillo en la garganta para quitarse la vida. Montaigne entiende que para algunos sea desconcertante un cambio tan drástico en el carácter de alguien que creen conocer, pero asegura que lo natural es que ante distintas circunstancias actuemos de forma inesperada, y nos compara con el camaleón que toma el color de su entorno. También dice: “No pensamos en lo que queremos sino en el instante en el que lo queremos” (p-283). Esta variabilidad en nuestro carácter es la razón por la que, según Montaigne, es imposible juzgar a otro sin haberlo acompañado de su nacimiento hasta el día de su muerte, pues solo así, viendo la cantidad de expresiones que tiene el alma de una sola persona, tendríamos alguna idea de quién es alguien en realidad.

La mujer que se lanzó de la torre puede ser la misma que se lanza de la torre del triunfo XVI del tarot. Pienso que todas podemos ser ella: ante una situación que creemos insoportable, no vemos otra salida que lanzarnos de la torre que, como en la Torre de Babel, somos nosotras mismas; lanzarnos fuera de nosotras, o de eso que es familiar de nosotras pero que no nos contiene más. Actuamos de forma irracional e incoherente con respecto a los rasgos de del carácter masculino/neutro que nos asignó el desorden patriarcal, que tan a menudo creemos conocer y en el que solemos confiar completamente. El ensayo de Montaigne me hace pensar que la angustia compartida de las seres humanas proviene de vivir con la consciencia de que en cualquier momento las circunstancias nos harán salirnos de nosotras mismas. Todas vivimos al borde de la caída de una forma de vida o de una forma de ser que nos es familiar, que nos es propia. Pienso también que estar frente a la catástrofe es lo que le muestra esos rasgos extraños, antes oscurecidos, a la consciencia, que, como no son familiares, no sentimos propios. La salida de la torre motivada por la catástrofe se vuelve una vía para reconocer, por fin, la multiplicidad de lo humano, en femenino, en nosotras. Ahora creo entender por qué Montaigne habla en primera persona plural, a pesar de que insiste en que sus ensayos no son sobre nadie más que él mismo: Montaigne hablaba de la locura femenina, pero no se enteró.


Carta La torre, baraja Waite-Smith (1902)

El drama de la Torre de Babel no es simplemente el intento frustrado del proyecto masculino común de hacerse un nombre, de ser Dios, de integrar al creador y la obra, sino que para las mujeres significa algo peor: la pérdida de la lengua común, la materna. El colapso definitivo de la posibilidad de volver a intentar entendernos, de hacernos un nombre propio. Tampoco se reduce el drama a la condena de la humanidad a la discordancia, la confusión y la enemistad, sino que también —si tomamos la torre como el sujeto y sus creadores como las partes informes y diversas que, según Montaigne, lo componen— es el intento frustrado de reedificarnos. Una vez la catástrofe revela a nuestra consciencia un nuevo rasgo de nuestro carácter, entramos en crisis. Nos salimos de nosotras mismas. Entonces surge la pregunta de cómo hacer de ese rasgo extraño algo propio. La lengua materna es la posibilidad que, con la historia de la Torre de Babel, desaparece. En las palabras escritas de Tarkovsky, Barba y Montaigne, veo un mismo intento fallido por reencontrar la lengua materna. No descarto que esa interpretación sea la proyección de mi propio deseo: el de reedificarme, después de una crisis, por medio de la escritura.

La escritura, como el fuego, no solo es la fuerza integradora —como lengua materna— para reedificar después de la catástrofe, sino que también es la fuerza destructora que la produce. El fuego creador de Tarkovsky y Barba es la escritura dramática. Ambos escriben para crear imágenes y, en el proceso de producirlas, fallan. Tarkovsky quema la casa para grabarla y, al no poder hacerlo, se entrega a la contemplación. Para él, no es suficiente hacer cine para mostrar los aspectos del mundo que no pueden imitarse; también es necesario reflexionar por escrito sobre las imágenes que crea, como nos muestran sus textos de teoría del cine. Barba quiere que sus obras culminen en un gran fuego final, sabe que solo destruyendo su obra y su compañía se va a revelar su verdad, y al no ser capaz de hacerlo, escribe sobre el fuego que nunca ocurrirá. En ambos casos el fuego que produce y destruye la obra es la escritura, pues solo en el fuego de la escritura el mundo se revela.

¿Cuál es el lugar del fuego en el caso de Montaigne? Para responder esa pregunta me dirijo a la introducción con la que presenta sus Ensayos, animada por el objetivo entender la intención de su escritura:


Este es un libro de buena fe, lector. Te advierte de entrada que en él no me he propuesto ningún otro fin que uno doméstico y privado. No he tenido ninguna consideración de servirte a ti ni de mi propia gloria. Mis fuerzas no son capaces de tal designio. Lo he dedicado a la conveniencia privada de mis parientes y amigos, de modo que cuando me hayan perdido (como muy pronto lo habrán hecho), puedan recuperar algunos rasgos de mis condiciones y de mis humores, y por este medio mantengan más vivo y completo el conocimiento que han obtenido de mí.
Si lo hubiera escrito para buscar el favor del mundo, me habría ornamentado mejor y me habría presentado con un paso estudiado. Quiero que me vean aquí en mi forma simple, natural y ordinaria, sin contención ni artificio: pues es a mí mismo a quien estoy pintando. Mis defectos cobrarán vida en la lectura, así como mi forma cándida, tanto como lo permita el respeto del público. Pues si me hubieran puesto entre las naciones que dicen que viven todavía bajo la dulce libertad de las primeras leyes de la naturaleza, te aseguro que me habría retratado aquí, de buena gana, completo y enteramente desnudo.
Entonces, lector, yo mismo soy la materia de mi libro: no hay razón para que gastes tu tiempo de ocio en un asunto tan frívolo y vano.
Adiós, entonces. En Montaigne, este primero de marzo de mil quinientos ochenta.
(Montaigne, 1580, p-2)

Retrato de Michel de Montaigne. (CC BY 4.0)


En la introducción a los Ensayos, Montaigne declara una intención que luego desdice. Según él, su intención al escribir es mostrar los rasgos diversos de su carácter para que quienes quieran recordar lo que conocieron de él puedan revivirlos en la lectura. Este propósito viene de la consciencia de su propia muerte —el único estado que impide al ser humano seguir cambiando—. Montaigne encuentra en la escritura la forma de inmortalizar las múltiples facetas de sí mismo. Cuando dice, refiriéndose a sus familiares y amigos, “y por este medio mantengan más vivo y completo el conocimiento que han obtenido de mí” (Montaigne, 1580, p-), pienso que ve la escritura como el medio más adecuado para mostrarse a sí mismo ante los demás. La obra de Montaigne, a pesar de su insistencia en la inconsistencia del carácter, de querer mostrar esa variabilidad directamente, sin artificio, de no querer buscar el favor del mundo y de insistir en que él mismo no es materia de interés común, logra, mediante la escritura, fijarse en el tiempo como ejemplo de una vida ejemplar (con la que nos podemos identificar por contraste o semejanza). Nos engaña cuando asegura que, cuando muera, quienes lo conocieron pueden recordar lo que conocieron de él en su libro, en el que compila una serie de ensayos en los que, en realidad, reflexiona sobre lo que él conoció de sí mismo, en el que se “pinta” como se ha visto. El libro de Montaigne es para sus amigos y familiares, pero también para él mismo, y sobre todo para que quienes no lo conocieron, ellos y nosotras, veamos ese autorretrato, es decir, lo conozcamos. Si no fuera un libro escrito, en realidad, para nosotras —que lo leemos casi quinientos años después—, no lo habría publicado.

El fuego con el que introduce sus ensayos es el mismo con el que los contradice. Y solo en el acto de desdecir —de prenderle fuego a su intención inicial— aparece el autorretrato sincero que quiere ofrecerle al mundo. En decir y desdecir aparece el fuego especular en el que nos podemos ver a nosotras mismas.

Como Barba, narraré el acontecimiento en pasado. Como Montaigne, hablaré de otros, otras y de mí misma, y pasaré de la primera persona plural a la singular. Y como Tarkovsky, les dejaré algunas cosas al tiempo y al silencio. Es justo y es necesario, y para que lo sea también tendrá que ser insuficiente. Invocaré, por medio de la escritura y la oralidad, las voces del pasado y las voces del futuro, para que se encuentren conmigo en un mundo sin opuestos, el mundo donde el recuerdo y el anhelo se persiguen, donde el miedo y el deseo se integran en un mismo cuerpo de mujer, donde Dios y el Diablo serán lo mismo. Como Barba, yo también he tenido maestras y maestros en cuyas letras y en cuyas imágenes he encontrado coincidencias con mi vida, que, como para Hansel y Gretel, me sirven de señales para el camino de regreso a un reino compartido, a la vida intrauterina. Quisiera terminar este primer ensayo, que es la puerta que abre el testimonio de mi recorrido hacia la fuente, con las palabras de Montaigne sobre la magnitud de la empresa de ver a los demás para conocerlos y de conocerse a una misma para verse en la escritura:

Así que no es propio de un entendimiento maduro el juzgarnos simplemente por nuestras acciones externas. Debemos sondar hasta dentro, y ver por qué resortes se da el movimiento. Pero, puesto que esta es una empresa alta y peligrosa, yo querría que menos gente se metiera con ella.
(Montaigne, 1540, p-296)


Bibliografía:


Barba, E. (2010). Quemar la casa, orígenes de un director (1.a ed.). Artezblai.

Didi-Huberman, G. (2012). Arde la imagen. Ediciones Ve.

Montaigne, M., & FRAME, D. M. (2003). The Complete Works, essays, travel journals,

letters. Every man’s library.

Scholem, G., & Drews, J. (2001). «. . .todo es cábala» (2.a ed.). Trotta.

Biblia Reina-Valera (1960). Sociedades Bíblicas en América Latina.















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